jueves, 27 de marzo de 2014

"Ahora vuelvo a casa"

El título rotula lo último que dijo el paracaidista austríaco, Felix Baumgartner, antes de arrojarse desde la estratosfera. Que saltara desde 39.068 metros o volara a una velocidad de 1.342 km/h es algo que todos conocemos. No vengo a hablar de estadísticas, ni de números, ni incluso de récords (que los tiene). Vengo a hablar del salto, de su significado (para mí), de lo que supone (para todos) y de lo que fue. No sería honesto conmigo mismo si no dijera que ha sido una de las escenas más poéticas que recuerdo ver en directo (si es que esto del directo importara para ser poético o no). La hazaña tenía ese halo de intriga y suspense, que aun a sabiendas del riguroso control del que gozaba, siempre quedaba en nuestro interior ese “quizás” fatídico, nervioso, que podía llevarlo todo al traste. Pero no. Felix Baumgartner lo hizo. Saltó desde los 39.068 metros enfrentándose al mundo, a su mundo y al nuestro, al único que conocemos en el que podamos estar y el único en el que, a la espera de nuevos hallazgos, estaremos durante unos cuantos años más. “A veces tienes que subir hasta muy alto para ver lo pequeño que eres” son las intensas y entrecortadas palabras que logró decir Baumgartner antes de precipitarse al vacío. Al vacío que había entre él y la Tierra. 

Entonces me acordé de la foto que, a petición del siempre genial Carl Sagan, la sonda espacial Voyager capturó el 14 de febrero de 1990. La sonda se disponía a salir por primera vez de nuestro sistema solar para aventurarse en la incertidumbre del universo desconocido; pero antes de abandonar nuestro sistema, a 6.000 millones de kilómetros de casa, la Voyager se giraba para perpetuar ese importantísimo y casi imperceptible instante de nuestro hogar. Aquella fotografía le valió a Carl Sagan para hacer una de las reflexiones más memorables que recuerdo. Su texto, que lo pueden encontrar en su ensayo Ese punto azul pálido, que da cierre a la saga Cosmos, es uno de los más evocadores que he tenido la oportunidad de leer. Les invito a que lo lean y, si esto no fuera posible, debajo de estas palabras les cedo el texto con audio narrado por el propio autor.
Imagine ahora que es usted y no la sonda espacial la que está a 6.000 millones de kilómetros, rodeado de silencio, negrura y espacio infinito ¿qué sentiría? Quizás vería, si fuera capaz de verlo, a su planeta con nostalgia. No una nostalgia cualquiera. Una de esas que se agarran a la piel para quedarse. La certeza de que nunca volverá a pisar tierra firme, ni oler la brisa o tocar el agua. Por supuesto que tampoco volvería a ver a su familia ni a sus amigos, ni a sus enemigos. A nadie. Usted se gira, en las empíreas regiones de nuestro sistema solar, para despedirse de su lugar en esa inconmensurable y cada vez más extraña cosa llamada "universo". ¿No sentiría entonces un deseo violento, enloquecido, de volver? ¿No se daría cuenta de cuánto ama o, al menos quiere, a ese diminuto punto casi imperceptible, casi de mentira, que supone el lugar donde está usted ahora mismo? Quizás sea demasiada pretensión imaginarse en una situación así pero intente hacer el ejercicio por un momento. 

Calculemos, pues, 39.068 metros que es donde se encontraba Felix Baumgartner, cara a cara, ante la pequeña inmensidad que supone estar frente a un planeta. Privilegio reducido a una única persona en la Tierra: él. Uno no sube hasta los límites permitidos por nuestra gravedad y salta sin más. Prepara algo, unas palabras o a lo mejor es en el momento donde salen esas reflexiones, no lo sé, pero no se queda callado. Entonces es ahí, en esos instantes, cuando se tiene que dar cuenta de que está solo. No hay nadie más a su alrededor. Nadie. Volver a casa es lo único que vale. Y saltar. No titubeó, como se espera de un hombre que lleva cinco años preparándose para la ocasión, pero sí que dedicó estas palabras sinceras, breves y profundas. Aun con la dificultad que le suponía hablar por el limitado oxígeno del que disponía y con la compostura del que se enfrenta ante el abismo, ese abismo que devuelve la mirada, las palabras de Baumgartner son de esos breves pero grandes discursos que se graban a fuego en la memoria, para siempre. Carl Sagan, su punto azul pálido y Felix Baumgartner. En eso pensé. Cuando vi asomar las piernas del paracaidista del pequeño habitáculo y de fondo, ese fino contorno delineado de color azul, entendí que el hombre, en sus ínfulas más peregrinas, había logrado un sueño milenario: observar desde el punto más alto posible su casa, su lugar en el velo espacial, prácticamente desnudo, sin un cristal y una cápsula que lo parapetase. El hombre en relación directa con su lugar en el universo, su grano de arena. No sé hasta dónde será capaz de llegar el hombre y la humanidad en su extensión. No creo que nadie pueda imaginar hacia dónde nos llevará esa locura de la soberbia humana que decía el maestro neoyorquino en su genial texto. Pero no hay palabras más acertadas, y que nos hagan reflexionar más, que estas últimas de Baumgartner: "Ahora vuelvo a casa", su casa y la nuestra. Nuestro punto azul pálido.

 

 F.Jiménez







 

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