jueves, 27 de marzo de 2014

Aeterno Sacrificio

Fragmento de "El sacrificio de Isaac"de Caravaggio
             
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            Dicen que todo deseo o anhelo, objetivo o meta, necesita un sacrificio. En la Antigüedad, los sacrificios servían para aplacar la ira de los dioses. Algunas veces, servían de ofrenda de sangre para el regocijo y disfrute de la deidad, otras, sólo como punto de partida para el surgimiento o beneplácito de un nuevo estado de cosas. Cuentan que cuando Rómulo y Remo volvieron después de su exilio obligado, bajo un cielo rojizo donde serpenteaban nubes a punto de desaparecer, acordaron que, para bautizar la futura ciudad que levantarían, a modo de un juego caprichoso e infantil, debían atisbar el mayor número posible de aves en el cielo. A la orilla del río Tíber, y con las siete colinas de testigo, los hermanos comenzaron su juego. Remo sólo alcanzó a ver a seis aves sobrevolando el monte Aventino; por su parte, su hermano Rómulo logró otear doce buitres que apuntaban al monte Palatino.

Cuando Rómulo ganó se dispuso a socavar una zanja por la cual juró y perjuró que quien se atreviera a cruzarla, él mismo, con sus propias manos, le mataría. Remo, que como buen hermano no quiso aceptar la derrota ni las advertencias de su gemelo, sobrepasó la línea que Rómulo había surcado en el monte Palatino con ayuda de un buey blanco. Aquel desprecio no obtuvo misericordia. Rómulo, bajo el sol que alumbraría la eterna ciudad de Roma, mató a su hermano gemelo sobre la tierra regia. Un sacrificio fundacional, lo llaman.
Un poco antes, Agamenón, rey de Micenas, se vio imposibilitado de continuar su viaje a Troya. Los vientos, que días antes silbaban entre la llanura y el mar, habían desaparecido, impidiendo a la expedición partir rumbo a Ilión. En el puerto de Áulide, un maravilloso paraje de tierras fértiles donde la hierba arropa el valle que desemboca al mar, Calcas, augur de la expedición micénica y hombre clave para la presencia de Aquiles en la contienda, advirtió al rey que la diosa Artemisa se encontraba disgustada por su insolencia mostrada en uno de sus bosques sagrados. Todos los allí presentes sabían que el rey había matado a un venado sacro dentro de los límites egregios del soto. En el frondoso bosque, Agamenón se atrevió a declamar que era mejor cazador que la diosa. Bien sabían los helenos que tal desprecio, lo que los antiguos griegos llamaban hybris, iba a suponer un alto precio para su empresa.
El precio que Calcas le transmitió al rey fue el de su propia hija, Ifigenia. La diosa pidió que para que los céfiros volvieran a soplar y les fueran propicios, Agamenón debía sacrificar a su hija en pos de los intereses comunes. Cuentan que el rey miró a su hija con ojos de piedra, bajo las sombras que proyectaban sus arqueadas cejas y que, mesándose la espesa barba blanqueada por los años, agarró un puñal y cogiendo por el cuello a su vástago, sangre de su sangre, se dispuso a abrirle la yugular. También cuentan, y de esto nada se puede confirmar, que en el estertor del momento, Artemisa se arrepintió, cambiando a Ifigenia por un corzo, salvándola así de las manos agrietadas, ásperas y decididas de su padre.
Muchos siglos atrás, y como según relatan las escrituras bíblicas, Abraham y Sara tuvieron a su primer hijo, Isaac. Esto no sería especialmente llamativo si ocultáramos que la edad de Sara era de noventa años y la de Abraham de cien. Abraham, que había tenido una vida nómada hasta entonces, fue puesto a prueba por Yavé. El Señor le había prometido la tierra de Canaán, en la gran alianza que acordó con el patriarca judío. Como prueba del cumplimiento de su promesa, Dios le reveló que su esposa tendría un hijo de su sangre. Pese a la incredulidad y la desconfianza con que Sara recibió la noticia, a los nueve meses dio a luz a Isaac, descendiente directo del patriarca. Pero los regalos divinos tienen siempre un doble fondo. Yavé, como última instancia, le pidió a Abraham que sacrificara a su hijo para que le mostrara si de verdad su fe era inquebrantable.
Con un dolor punzante en el pecho, con una respiración tibia, imperceptible, casi muerta, Abraham, que ya no era Abraham sino el verdugo de su hijo, agarró con manos temblorosas una hoja de metal afilada. Puso la cabeza de su hijo, que en unos instantes ya no sería su hijo sino carne muerta entre charcos de sangre, en la base de un árbol talado para que el metal amortiguara la caída de la hoja entre los músculos, las venas y la cerviz del cuello; y con sus manos, que ya no eran manos sino huesos ejecutores, blandió el metal bruñido por el uso, y entre lágrimas y gritos bajó con una decisión desconocida el cuchillo hacia el cuello de su primogénito. Pero como pasó con Agamenón, en el último momento, Dios no permitió el sacrificio ya que su fe quedó mostrada de sobrada manera ante sus ojos. Fue así que les cedió a Abraham y a Isaac la tierra prometida. Una tierra donde su semilla daría al mundo una nación.
En aquella misma tierra, sembrada por Abraham y su progenie, se encontraba Jefté, centurias después del sacrificio del padre judío. Jefté llegó a ser el noveno juez de Israel pero antes de eso, la vida de aquel hombre había sufrido diversos vaivenes y aventuras que son dignas de mención. Jefté fue hijo ilegítimo de una prostituta. Cuando cumplió la mayoría de edad fue expulsado de casa por sus hermanos por su condición de hijo bastardo y se vio obligado a errar por las veredas, en la clandestinidad más absoluta y en la soledad más indolente. En poco tiempo se irguió en jefe de una banda de maleantes y bandoleros que fueron recorriendo los pueblos que se asentaban entre los ríos y los fértiles valles que regaban las aguas del Jordán. De vulpina inteligencia y sagacidad superlativa debía de ser nuestro Jefté que, entre contiendas y asaltos, logró labrarse una fama innegable. Tanto fue así que los israelitas, asediados por los amonitas, le suplicaron que liderara a sus hombres para expulsarlos de sus tierras.
En su primer acercamiento a las tribus amonitas, ni las palabras ni sus dotes diplomáticas sirvieron para evitar el enfrentamiento. Fracasando en su primer intento, decidió que lo mejor era la guerra. Y así fue. No fue una batalla difícil. Se podría decir que hasta fue sencilla y que la taimada experiencia de un hombre como Jefté fue suficiente. Después de la victoria que entregó al pueblo israelita, nuestro héroe volvió a su casa. A su vuelta, su única hija fue la primera que salió a recibirle entre ditirambos y jolgorios. Jefté cayó al suelo como si sus rodillas pesaran mil años; clavó los puños en la tierra y lloró caudales que nadie de los que le rodeaban se podía explicar. Sólo Yavé sabía que antes de la victoria, Jefté le había pedido que si lo ayudaba contra los amonitas, le entregaría en sacrificio a la primera persona que saliera de su casa para recibirle.
    La tradición literaria e histórica nos ofrece una miscelánea visión de sacrificios por y para el bien de una persona o colectivo. Puede parecer que las cuatro historias aquí descritas se alejan demasiado de nuestro "aquí y ahora", como si lo intrínseco de cada ser humano haya evolucionado a un estado de complejidad moral tal que no nos podríamos permitir tales historias hoy en día. Para mí, nada más lejos de la realidad. Piensen en el sacrificio humano de, no una hija, ni un hermano, sino de miles de personas, miles de individuos con hijos, hermanos, padres, abuelos, tíos, primos y un largo etcétera que uno a uno van entretejiendo una inabarcable red de almas que en pos del capitalismo, la desigualdad y la ambición más incomprensible resultan perfectas cabezas de turco para un reducido grupo, selecto y selectivo, que sacrifica, así sin más, a medio planeta en beneficio de su clase. Para suerte de ellos, la otra mitad del planeta ya es pobre y el trabajo se reduce a la mitad. Así que de esta manera garantizan la perpetuación de un orden (no me atrevería a llamarlo "nuevo") que asegure su posición allí arriba y que, por supuesto, eternice la nuestra aquí abajo.
A propósito de esto, Mariano Azuela escribió en su más que aconsejable novela Los de abajo unas líneas evocadoras: "La revolución beneficia al pobre, al ignorante, al que toda su vida ha sido esclavo, a los infelices que ni siquiera saben que si lo son es porque el rico convierte en oro las lágrimas, el sudor y la sangre de los pobres."
        Se preguntarán que para qué tanto si lo que quería era llegar a este punto. Lo cierto es que no me gusta hablar de crisis, ni de economía, ni de "situación actual",  "crecimiento negativo" o "daños colaterales", ni de toda esa vaina desapacible. Bien porque no entiendo mucho o más bien poco de esos temas y bien porque todo ese teatro me sienta como una coz (pongámosle de un buey blanco como el de Rómulo) en las gónadas. Así que fue por eso que decidí hablarles de sacrificio (que de eso todos entendemos en mayor o menor medida) y así, ¿por qué no?, hacer un repaso a algunas historias que quería narrar por mi cuenta. Lo sé. Soy un tramposo.

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