jueves, 27 de marzo de 2014

Rulfo: la críptica del eterno.





Cuando uno lee Pedro Páramo y El Llano en Llamas, o por lo menos tal fue así el orden que yo le di, le resulta complicado mantenerse en el mismo estado vital, en la misma línea emocional, continua y aburrida, que se tenía antes de abrir la tapa de cualquiera de estas dos obras. Cuando uno se adentra en las páginas que Juan Rulfo nos regaló allá por los años cincuenta, irremediablemente se le adhiere en el alma un trozo de miseria pegajosa, de pena recién nacida, de, en definitiva, todo lo que gobierna los sentimientos humanos.

Y es que el de Pulco tenía todo lo que pueden tener los hombres tristes: pena. Y con ella iba tirando. No busquen en su bibliografía nada más que las dos obras que menciono aquí arriba. No tiene más y tampoco le hizo mucha falta. Rulfo es esa extrañeza de escritor que alcanza la gloria universal con una brevísima obra: una colección de 17 cuentos (El Llano en Llamas) y una novela que no llega a las 300 páginas (Pedro Páramo) pero que, como dijo García Márquez, son tantas y tan perdurables como las que conocemos de Sófocles. En términos de inmortalidad, no conozco a una señora tan caprichosa; a veces necesita que el artista cree hasta la extenuación una ingente obra inabarcable y otras, sin embargo, parece que sólo necesita un instante de creación, de pura inspiración en trance como una culminación orgásmica. Así lo hizo con las coplas de Manrique, los veinte sonetos de John Keats o los escasísimos cinco años de producción poética de Rimbaud, entre otros.

Y entonces es cuando uno se encuentra con que Rulfo no era un tipo cualquiera, al menos es lo que le hubiera gustado ser, pero no lo consiguió. Su vida la marcó la guerra cristera que tuvo lugar entre los años 1926 y 1929 allá en Jalisco, cuando el escritor apenas empezaba su infancia. Le confesó a María Teresa Gómez Gleason una vez que “en la familia Pérez Rulfo nunca hubo mucha paz. Todos morían temprano a la edad de 36 años y todos eran asesinados por la espalda.” Por eso, en una entrevista que le hizo Joaquín Soler Serrano en el mítico “A fondo” de Tve, a la pregunta de qué enseñanzas le había dado aquella infancia y adolescencia marcada por la guerra, el abandono de su pequeño pueblo, el paso por tres ciudades, el orfanatorio y la muerte de casi toda su familia, el escritor, con aquellos ojos caídos, como si llevaran siempre la pena puesta, dijo: “Lo único que aprendí fue a deprimirme”. Por supuesto.

La personalidad de Rulfo resulta ser un cubo de Rubik indescifrable, críptica. Nunca se consideró escritor profesional, sino un simple escritor aficionado que escribía cuando le venía la afición, si no, no. Palabras textuales. Y aun así ganó el Premio Príncipe de Asturias de las Letras. Fue inspector de inmigración, recaudador de rentas, vendedor de neumáticos e investigador para el Instituto Nacional Indigenista de su país, pero nunca se dedicó a la literatura. Vivió conferenciando por todo el mundo sobre sus dos únicas obras publicadas pero cuando volvía a México, volvía a su oficina de migración donde se dedicaba a cazar a aquellos extranjeros que nunca atrapaba. Desde 1963 hasta su muerte trabajó en el Instituto Nacional Indigenista, dedicando su vida a desenmarañar las entrañas de su país, un México que guardaba bajo la tierra semillas de dolor enterradas.

Lacónico, introvertido, misántropo. Busquen los sinónimos oportunos a estas tres palabras y podrán construir un mosaico bastante acertado con la personalidad del escritor mexicano. Es verdad que no hablaba mucho, que las palabras parecían agarrársele a la lengua justo antes de salir y que al parecer sólo le hacían caso cuando escribía. Ni siquiera eso. Antes de que publicara sus dos obras, escribió una novela extensa sobre la ciudad de México, su primer trabajo literario, pero que nunca vio la luz porque decidió destruirla nada más terminarla. ¿Quién sabe? Quizás, si hubiera tenido un Petrarca cerca que le disuadiera de quemar su particular Decamerón como Boccaccio, ahora tendríamos unas cuantas páginas más en la poética rulfiana pero, lamentablemente, no es el caso. Aun así, la obra de Rulfo supuso un antes y un después en la narrativa hispanoamericana. No se entiende sin él la segunda edad de oro de las letras hispánicas, ahora conocida como el Boom Hispanoamericano y que desembocó en la consagración definitiva de escritores como Julio Cortázar, Vargas Llosa o García Márquez. “Lo que hago es una transposición literaria de los hechos de mi conciencia” así se lo dijo a Reina Roffé cuando ésta intentaba descifrar al hombre que había detrás de El llano en llamas y Pedro Páramo, aquel que sólo se dejaba leer a través de su escueta obra.

En palabras de Rulfo, Pedro Páramo era una novela que ya estaba escrita en su cabeza, punto por punto y coma por coma. Él sólo se limitó a coger papel y pluma y transcribir lo que había macerado en su interior durante tanto tiempo. Por eso resulta extraño que entre los años 1953 y 1955 publicara sus dos únicas obras y desde la última fecha hasta el día de su muerte, el 7 de enero de 1986 mediaron 31 años de infertilidad literaria, de pura aridez creativa, como si todo lo que tenía que escribir ya estaba escrito.
Dicen las malas lenguas que Rulfo nunca se atrevió a publicar nada más por miedo a no igualar la grandeza de sus dos obras anteriores, que lo mantuvo arrebujado en el silencio más absoluto a la espera de aquella segunda novela que anunció un año con el nombre de La cordillera y que nunca vio la luz. Saladrigas lo dijo muy bien una vez: “Rulfo no puede escribir nada mejor que Pedro Páramo y por lo tanto se abren para él, de par en par, las puertas del silencio”. Estudiosos, periodistas y críticos lo visitaban a su oficina de migración o donde fuera que estuviera trabajando, en México D.F para sonsacarle información sobre la producción de La cordillera, esa novela esperada que desesperó al mundo de las letras. Pero Rulfo mantenía una firmeza inexpugnable, nadie le sacó más de lo debido y así anduvo hasta el día de su muerte.

Por lo que sabemos, Rulfo no dejó de escribir nunca. Su mujer confesó muchos años después de su muerte que el escritor mexicano nunca dejó de crear. Rulfo sólo dejó de publicar. Un creador como él nunca supo despojarse de aquel impulso deísta que le invadía, en la mayoría de los casos, cuando andaba por la calle. Porque Rulfo tenía la creación como condena, cargada a su espalda como si fuera un Sísifo cualquiera mientras andaba por la calle, perdido entre la muchedumbre que no quería conocer.

Por mi parte solo les puedo decir que lean a Rulfo, lean Pedro Páramo y sientan cómo escarba en su alma, cómo le abren en canal y mete su cadáver dentro. Sentirán esa extraña sensación de gozar en el dolor, de pleno regocijo en la congoja; algo difícil de conseguir, créanlo. Uno ya no es el mismo después de leerlo porque cuando uno coge una de las dos breves e intensas obras del escritor mexicano, no está cogiendo un libro, una novela o una obra, está cogiendo tristeza, pena y dolor puesta en negro sobre blanco. Pedro Páramo es un libro sin generaciones; un libro de siempre, de los que se suspenden en el aire de lo universal y lo imperecedero. Y Juan Rulfo es su hacedor, el que hace el milagro de la creación. Por eso, cuando uno acoge al escritor mexicano una vez, ya convive con él para siempre. Dispóngase a cambiar. No será el mismo después de leerlo porque Rulfo tenía ese don incomprensible de arañar el alma; un don escaso para un hombre indescifrable.

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